20150313

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Se acordó de mucho tiempo atrás, cuando Williamson, el oficial de granaderos, fue herido por una bomba de mano que una patrulla alemana lanzó una noche en la que él estaba cruzando la alambrada, y que, chillando, imploró a alguien que lo matara. Era un hombre grueso, muy valiente, y un buen oficial, aunque aficionado a los alardes descabellados. Pero aquella noche quedó atrapado en la alambrada, con una bengala iluminándole y las tripas esparcidas por la alambrada, de modo que para llevarlo vivo tuvieron que cortárselas. Pégame un tiro, Harry. Por amor de Dios, pégame un tiro. Una vez tuvieron una discusión relativa a que Dios nunca te enviaba nada que no pudieras soportar, y que según la teoría de alguien eso significaba que cuando el dolor llegaba a cierto punto te desmayabas automáticamente. Pero él siempre se había acordado de Williamson, aquella noche. Williamson no consiguió perder el conocimiento hasta que le dieron todas sus tabletas de morfina, que se había guardado para su uso personal, y luego resultó que no le hicieron nada. 


Importado de "Las nieves del Kilimanjaro"

20150305

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  Como el calor –contaba que es como el calor–, estás dos o tres días en el calor y lastima salir al frío. Pero los que estuvieron un tiempo en el calor –parece mentira– resisten el frío más y por más tiempo.

  –Sé de autos, sé de radiadores. Uno no es muy distinto de un auto. No es que uno guarde el calor en un termo de adentro, no es posible. Cualquier mecánico lo puede demostrar. Es otra cosa –explicaba–. Si se junta calor, después de un rato al frío el calor se va.

  Pero el que estuvo un tiempo en el calor puede aguantar más tiempo el frío. Están ahí en el frío, ya se les enfriaron los termos y los circuitos del motor, y siguen aguantando, porque si llegan del calor, aunque estén fríos, se acuerdan del calor que tuvieron y pueden estar bien en el frío sabiendo que el calor existe, que el calor estuvo, que puede estar todavía ahí, esperándolos. En el frío, al que llegó desde el calor, cuando ya está frío le alcanza con saber que puede imaginarse cómo era el calor.

  En cambio, el que estuvo en el frío, siempre en el frío, está frío, olvidó. Está listo, está frío, no tiene más calor en ningún lado y el frío lo come, le entra, ya no hay calor en ningún sitio, lo único que puede calentar es el frío, quedarse quieto, y en cuanto puede imaginar que ese frío quieto es calor, se deja estar al frío, comienza a helarse y el frío ya le deja de doler y termina.

Importado de "Los pichiciegos"

20150303

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  El primero era un boludo, un amargado que recibía a los vueltos en grupitos de a diez cuando ya les habían dado ropa nueva y los habían hecho bañar y les hablaba, tristón, de que se había perdido una batalla, pero que la guerra era más que eso y que ahora había que ganarla obedeciendo y respetando al superior, porque ese era un ejército de San Martín. Era un boludo. Una vez un teniente habló en la isla de que los oficiales tendrían que hacer como San Martín y un capitán le dijo que a San Martín, en las Malvinas, se le hubiera resfriado el caballo.

Importado de "Los pichiciegos"

20150301

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  Lo mismo: vienen los helicópteros, no se piensa en correr. Primero porque se nota que te alcanzan, de rápidos que son. Después, porque corriendo se hace fácil pisotear una mina y volar ovejita carneada por el aire. Tercero –causa principal– por lo tan feo del ruido y el olor. El olor ahoga; el ruido paraliza. Vienen volando bajo, atacan en montón: cincuenta, sesenta, cien y hasta más helicópteros se han visto juntos en el ataque. Llegan echando viento para abajo. ¿Y qué es esto tan hermoso? Esto, tan lindo, es: ¡el escape! La primera impresión del escape es buenísima, porque baja caliente. El viento bárbaro y caliente batido por las hélices pega en el suelo y rebota del suelo y entra por las costuras de las ropas, por las bocamangas de los gabanes y por los pantalones y circula y calienta todo. Es alegría el viento recalentado de los helicópteros encima. Pero después, cuando tratan de respirar, se les termina la alegría: respiran y entra el olor a querosén mal quemado de los motores, eso que ahoga. Entonces quisieran que la nieve y el barro los chupen para siempre y quieren que vuelva el frío, el aire y lo mojado y que se vaya para siempre el olor a helicóptero.

  Pero lo peor, y lo que quita definitivamente las ganas de correr y hasta las de vivir, son los tipos: los tipos se asoman por una puerta grande del helicóptero, miran el terreno, lo eligen y tiran su cintita que cae como una serpentina a la tierra. Por ella, que parece que se fuera a cortar, bajan británicos –escots o– wels– y ver el entusiasmo que traen quita las ganas de correr y pone en su lugar el arrepentimiento de haber nacido en el putísimo año mil nueve sesenta y dos. ¡Si mirando de arriba, antes de bajar, parece que fueran a tirarse en la pileta del club de contentos! Bajan gritando: el griterío tan fuerte tapa el ruido de los helicópteros –que es – como de cien locomotoras– y ya bajando se les ven las caras afeitadas, alegres, lisitas, y se les ven los dientes de Kolynos que tienen y se les ven los ojos todos de vidrio celestito que cuando miran al argentino parecen apoyarle cubitos de hielo encima del riñón.

Importado de "Los pichiciegos"