La gente que veía se me antojaba extraña, como víctima de una enfermedad que yo debería saber diagnosticar. Nadie tenía derecho a estar sano, porque mi mundo era exclusivamente el de la enfermedad. E incluso las mujeres sin sostén, con el sudor colmándoles la hendidura entre los pechos, con los pezones erizados ante la expectativa de una noche estival llena de sensualidad y lujuria, con el erotismo exacerbado por los aromas de las flores de julio y sus propios cuerpos encendidos, no eran tanto objeto de deseo como especímenes anatómicos. Enfermedades de las mamas. Me puse a canturrear nada menos que una bossa-nova: <<Échale la culpa al carcinoma..., hey, hey, hey...>>
Importado de "La Casa de Dios"
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